SAN BLAS, OBISPO Y MÁRTIR, PRESENTE EN COLLANZO

Autor: Silverio Cerra

San Blas, obispo y mártir, es uno de los santos más populares en las comunidades cristianas de Oriente y Occiden­te. Muchas cuali­dades hacen agradable su personali­dad: dulzu­ra de carác­ter, senci­llez,  modestia, pureza de sentimientos, servir a los demás hasta olvidarse de sí mismo, compa­sión hacia toda miseria, cariño con los niños cuando éstos no significaban nada, amor a los animales cuando eran brutalmente tratados. Y, al fin, su capacidad de sacrifi­cio y valiente forta­leza ante las torturas y la muerte. A ello se suman las curaciones mila­grosas atribuidas a su intercesión.

         San Blas nació en Sebaste, ciudad de Arme­nia, cuando corría la segunda mitad del siglo III. Allí hizo sus estudios y ejer­cicio la profe­sión de médico. Allí lo eligieron obispo y derramó su sangre.

         El ejercicio de la medicina le hizo refle­xionar sobre los lími­tes y la caduci­dad del hombre. Acabó compren­diendo que las mise­rias y la fuga­cidad de la vida sólo se pueden superar en el horizonte de la fe. Llegó a la conclusión de que los bienes eternos eran superiores a todo. Esto le movió a retirarse a una cueva soli­taria en el cercano Monte Argeo, para dedicarse más intensamente a la oración, a la medita­ción y a la peniten­cia.

         Falleció entonces el obispo de Sebaste. El clero y los cristianos de la ciudad pensaron en Blas como nuevo pastor de su diócesis. Se resistió al principio, pero, ante las insistencias, acabó aceptando. Recibió las órdenes sagradas de presbítero y luego de obispo. Se entregó totalmente al pueblo cristiano repartiendo a manos llenas la palabra de Dios y el pan de la caridad. Su descanso era retirarse a su cueva en la montaña para leer la Sagrada Escri­tu­ra y pasar horas interminables de oración y ayuno.

         Los animales, cuyo instinto advierte quién se acerca a ellos con intenciones agresivas o pacíficas, acabaron sintiendo la bondad de aquel ermitaño. Poco a poco perdieron el miedo. Su natural descon­fianza se fue suavizando. No huían al verle, sino que permanecían tranquilos, llegando al final a tomarle como un amigo que no los recibía con gritos o pedradas, sino con actitud suave y amable. Acabaron, olvidando sus refle­jos de huida, pasando y deteniéndose ante aque­lla cueva donde encontraban la palabra dulce y la caricia del ermitaño. Esto revela su amor a la vida y al mundo.

         El pontificado de San Blas tuvo una etapa feliz, con la dirección cercana y cordial de los creyentes y con el retiro para darse a la oración y penitencia. Pero llegó la persecución con tortura, prisión y muerte para muchos cristianos. El obispo atendía por la noche al culto y al servicio de la comunidad. Incluso logró visitar y dar el último auxilio a algunos presos.

         La persecución arreció y el obispo fue capturado. Lo condujeron atado con cadenas hasta el gobernador romano. Cuando cruzaba doliente las calles de su ciudad natal, Dios hizo brillar su dolor con un milagro. Refiere el acta martirial que una madre angustiada se acercó al santo con su hijo mori­bundo. Una espina le atravesaba la gargan­ta con una infección que lo ahogaba. La madre desespera­da, llevando en brazos al niño medio muerto, irrumpe por medio de la comitiva que conducía preso a San Blas, y se dirige a él con esta súplica: «Siervo de Jesucris­to apiá­date de mi hijo. Es mi único hijo». El mártir olvida sus cadenas, y va a remediar el dolor ajeno. Pone la mano sobre el niño agonizante; traza la señal de la cruz sobre su gar­ganta. Durante unos instan­tes ora fervorosamente por él. El muchacho se reanima; arroja la espina que le ahogaba, y recu­pera la salud. De aquí arranca la devoción a San Blas como protector en los enfermos de la garganta.

         Al día siguiente el reo es conducido al tribunal. El prefecto le propone que abandone la fe cris­tiana y adore a los dioses paganos. San Blas se reafirma en su fe. Los verdugos le aplican la escalo­friante serie de torturas que entonces se usaban para doble­gar a los condenados. El mártir no se deshace en gritos de dolor; se concentra en su interior alabando al Señor e identificándose con Cristo en la Cruz. Al fin lo conducen fuera de la ciudad y sobre un poyo de piedra le cortan la cabeza. Era el día 3 de febre­ro del 316.

         Hombres amigos recogie­ron discreta­mente su cuerpo y lo enterra­ron con respeto. Sobre el sepulcro se levantó un templo. Desde allí su culto y sus reliquias se extendieron por todo el mundo. Su imagen preside altares y retablos. Se representa llevando la mano derecha hacia la garganta. Tal gesto expresa simbólicamente el patronazgo del santo sobre los males que pueden afectar a esa parte del cuerpo.

         En España su devoción está arraigada en todas partes. Muchos llevan su nombre. Hasta se refleja en el refranero. Es el santo de los sencillos y de los niños. Asturias vive también el amor a San Blas. A él están dedicados multitud de altares y ermi­tas. También está con nosotros en nuestra parroquia.

 Oración por los enfermos de la garganta:  Oh Dios, protector de cuantos acuden a Ti, Tú concediste al obispo y mártir San Blas dar testimonio de fe hasta el martirio, y por medio de él realizaste prodigios maravillosos en favor de los enfermos, te pedimos por su intercesión que nos libres de las enfermedades de la garganta para que con nuestra voz podamos invocarte, cantar tus alabanzas, darte gracias y proclamar al mundo con toda claridad el testimonio de tu amor y tu verdad. Te lo pedimos por Jesucristo Nuestro Señor. Amén.

(Texto escrito por Silverio Cerra, profesor del Seminario de Oviedo)

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1 respuesta a SAN BLAS, OBISPO Y MÁRTIR, PRESENTE EN COLLANZO

  1. pepita dijo:

    Le tengo mucha devocion desde niña y todos los años compro y regalo y regalo roskillas a todas mis conocidas,especialmente a las abuelas que cuido.Lo hare mientras tenga saluz

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