RECUERDOS DE UNA ÉPOCA DE FURTIVOS DEL RÍO (AÑOS 1940)

Autor: Alfredo del Pozo García

La penuria, la fame, post-fame, sequía, post-sequía eran impedimentos para la percepción de las propinas semanales que nuestros padres no podían aportar a sus hijos por las circunstancias expresadas, pese a que los habitantes del alto Aller nos considerábamos privilegiados comparando la situación con la padecida por los de otras zonas de la región.

El remedio eficaz no es otro que el recurso a la captura manual o buceo de las truchas rubias del río Aller (especialmente del Pozo la Barraca y Alende) y las negras del río Mera (Carpienzo y Cuérigo), posteriormente vendidas en los establecimientos hosteleros de la localidad.

Las artes de pesca destructivas eran más bien practicadas por algunos adultos: cal viva, cartuchos de dinamita etc… Para los adolescentes de los años cuarenta ofrecía simultáneamente la oportunidad de realizar nuestro deporte preferido y del ejercicio físico imprescindible para gastar las calorías proporcionadas por la ingestión sin control de frutos secos como nueces, avellanas, castañas y algún camuflado embutido y huevos de casa Felicidad del Carretero.

Seguidamente procuraré describir las dos causas de infracción que afectaron al que suscribe con la imposición de sendas multas:

Verano del 49

En Collanzo veraneaba la familia de Fernando Fanjul –Caborana- Ito y Emo, hermanos, estudiantes de medicina y veterinaria respectivamente son invitados a una merienda a base de truchas. Con mi hermano Tino y Josefín de Llanos, esposo de Maruja el Ferreru, nos dirigimos a la Vega de San Pedro.

Santiago Panera, principal promotor de la invitación, no acude porque debe ayudar a sus padres en el bar y pista de baile. El espía contratado eventualmente es nuestro sobrino Daniel, el cual mientras faenábamos, vigila al objeto de comunicarnos mediante un silbido la presencia de la guardia Civil o del Guarda-ríos.

-Cuando entiendo que el número de piezas capturadas es suficiente para el fin propuesto, daría por finalizada la faena.

-Tino y Josefín continúan y me separo de ellos tomando la dirección Marimora, en donde “guarecía” la ropa a la sombra de un “blimal”, más de súbito, salta como un felino José el Guarda-ríos y me arrebata el “cambelo” de las truchas. Procuro el alejamiento del lugar lo  más posible, en tanto espero a la orilla del río, con lo que al menos había conseguido que Tino y Josefín se librasen de la “masacre”.

Si mal no recuerdo, la cuantía de la sanción fue de 25 ó 50 pesetas.

José, hospedado en Casa Nazarena, lamenta lo ocurrido y se justifica, dando a entender que las truchas decomisadas serían donadas a una entidad  benéfica o personas necesitadas, mencionando como la presunta destinataria a Florinda la Ablanera, anciana que vive en soledad dedicada a la venta de golosinas.

La información recibida difiere rotundamente de la realidad, ya que, según rumores fiables, el centro receptor fue un círculo de amiguetes afines y advenedizos con estómagos agradecidos, aunque a juzgar por el número de piezas ingeridas sus estómagos habrían quedado vacíos.

En cuanto a Daniel, continuaba la difícil tarea de “espía” sin enterarse de la fiesta. ¡Adiós a la merienda prometida ¡

Pero aun hay tiempo para recuperar. Probamos fortuna en el Pozu la Barraca. Santiago manualmente en las proximidades y un servidor buceando, con tal fortuna que al fin pudimos cumplir la promesa y degustar unos cuantos ejemplares de los salmónidos apresados y magistralmente aderezados por Alicia de la Panera. El prau de María Juanín fue testigo de la placentera y bulliciosa velada a la que también asistió Daniel, anonadado por su fracaso como frustrado detective. Satisfecho a la vez porque Tino y Josepín se salvaran de la quema; cogieron apreciable cantidad de truchas, vendidas a buen precio e incluso aprehendieron un magnifico ejemplar de anguila, cuyo adquirente no podía ser otro que Ignacio Huerta, Marqués de Vegalloba.

 Verano de 1961

El verano de este año, mi prometida Menchu me acompaña algún fin de semana a Collanzo. Ella misma adereza y manduca las truchas buceadas en el Pozu Fabarín a unos tres metros de profundidad y en guaridas o cuevas archiexploradas desde la infancia y adolescencia. Una de estas tardes, aciaga por cierto, capturamos un ejemplar de buen tamaño, al instante de emerger a la superficie apreciaba la silueta inequívoca de un individuo sobre el que resaltaba el colorido verdoso de su indumentaria, agazapado sobre la peña en la que aguardaban sentados Angelín, Lola, Menchu y otras personas lugareñas.

 Instintivamente dejaba la trucha en libertad, prosiguiendo el baño con naturalidad.

 A la altura de la Cantina el Vasco se aproxima tal señor, identificándose como el Guarda-ríos, que insinúa ser amigo de nuestra familia. Manifiesta haberle llegado denuncias de gente del pueblo y que va abocado a cierto compromiso profesional, Aunque dicha versión parece inverosímil, le declaraba que no existen pruebas fehacientes, a no ser que el hecho de soltar un pez vivo al cauce de un río sea constitutivo de falta grave o delito. Es receptivo en cuanto a los razonamientos, mas ante la evidente zozobra del Guarda e informado del importe de la sanción, me rendiría a su aparente humildad con los siguientes términos: “Valentín, deshaga el compromiso y cumpla con sus obligaciones. -No delate los denunciantes- (increíble denuncia, por mi parte); no merecía la mínima controversia las 50 míseras pesetas que suponían la sanción”

Demasiada benevolencia al asumir inocentemente la inexistente culpabilidad. Semejante colaboracionismo no significaba la existencia de razones ni justificación de tal actitud hacia una persona desconocida  a la que años después me uniría sincera y gratificante amistad, pues se trataba del excelente amigo Valentín de Felechosa.

 Testigos y familiares protestaban por haber desplegado excesiva ingenuidad.

 Mediado un tiempo, gran sorpresa: debería prestar declaración exhaustiva en el Ayuntamiento respecto a prácticas prohibidas de pesca. Encargada de tomar confesión es la madre de Iván, de Vega- Cabañaquinta, antiguo compañero en la Academia Aller, aunque más joven y jugador de fútbol del gimnástico de Caborana.

-Refiero detalladamente el desarrollo del “macabro evento”, del “atentado criminal perpetrado en el profundo Pozo Fabarin contra los infelices habitantes de sus limpias y cristalinas aguas” me desahogaba descalificando el sistema vigente con acerba crítica, ¿es  de justicia vedar la práctica de deportes acuáticos aunque conlleven a la captura de una trucha que en su integridad queda libre en la corriente del río Aller? La improvisada e interina juez suplente  comprende el razonamiento, pero ha de cumplir con su deber como funcionaria local. Terminaba la azarosa sesión recomendando a nuestros dignísimos representantes, regidor, ediles y demás funcionarios la lectura de los “modernísimos” códigos civil y penal y, hurguen respecto a la tipificación de posible delito sobre el asunto que nos ocupa. En caso afirmativo me retractaría de lo manifestado siempre que fuese remitido oficio a través del ganapán o alguacil de turno. Incomoda tanta parafernalia, pero de todos modos, no se sienta nadie ofendido.

Pasan varios meses, Tonín de Piñeres, gerente de la academia donde prestaba servicios en calidad de docente, comunica la presencia de unos señores que aguardaban en el despacho. Finalizada la hora de clase, los dos caballeros, cargados con sendas carteras ministeriales, se identifican verbalmente como agentes del Juzgado Comarcal de Pola Lena, exigiendo el abono inmediato de quinientas Ptas. correspondientes a la sanción mencionada anteriormente.

Respuesta: << Señores alguaciles, esperaba multa de cincuenta pesetas>>- entonces ¿porqué esa desorbitada cantidad?, tengamos en cuenta que el salario de un profesor ascendía a 1874 Ptas. mensuales y que ningún escrito se había recibido desde el fatídico día del Fabarín, exceptuando el del Ayuntamiento de Aller.

Los caballeros dudan, ignoran todo, no saben dar una sola respuesta adecuada, malos modales… Ante insólita impertinencia, les advertía estar de acuerdo con el ingreso en prisión, pero que se alejasen de mi vista y fuesen a buscar hierba para la radio que no funciona, orden tajante y compulsiva acatada inmediatamente.

Sin embargo, ¡ mi gozo en un pozo ¡, al mediodía, el almuerzo estuvo a punto de originar grave congestión, cuando Menchu, convertida en mi reciente esposa, sopla con timidez -“acabo de abonar quinientas Pts a dos hombres del juzgado de Pola de Lena”- ¡vaya por Dios ¡ estos malandrines muy ladinos ellos se salieron con la suya. ¡Menuda juerga habrán organizado estos elementos con honorables invitados y a costa de un sufrido trabajador de la enseñanza, perceptor del salario mínimo vital, el equivalente a una cuantía poco más elevada que la sustraía artificiosamente por los cacos, atracadores amparados impunemente por legislaciones obsoletas

 Los jovenzuelos de Collanzo y alrededores habituales de la pesca, afirmamos rotundamente que jamás hemos utilizado las malas artes fluviales que otros utilizaban a menudo impunemente con la aquiescencia tácita de agradecidos participantes en festines, ágapes…

 Los productos tóxicos comúnmente manejados por desaprensivos solían ser la dinamita, cal vida, una hierbas trituradas denominadas “muergas”, gasolina, cáusticos, mientas que el buceo o captura manual de algunos ejemplares por imperiosa necesidad, no es más que la práctica de un deporte que contribuiría, digo, al equilibrio biológico de los ríos tan deteriorados por la contaminación industrial ( industrias actuantes a sus anchas y auténticos reos muchísimo más lacerantes en la actualidad que en aquellas épocas)

Resumiendo: ¡una trucha puesta en libertad, vivita y coleando, por poco me cuesta la guillotina o la foto ante un pelotón de fusilamiento |

Pese a las implacables vigilancias y persecuciones, la astucia, pericia y habilidad de los adolescentes de Collanzo, Santibáñez, La Fuente o Cuérigo, buscadores afanosos de la propina semanal, fueron medios eficaces para impedir que las sanciones proliferasen y fuesen más numerosas, hasta el extremos de que por lo que a mi respecta, sólo me afectaron las dos históricas multas aquí narradas.

 Narración esta, que no implica acritud ni maligna intención, esperando por ello no sea ofensible para nadie, pues solo trata de poner en evidencia un “-cabreo-“Hoy se juzgaría como simple anécdota.

 No se pretende demonizar a nadie ni se duda de la honorabilidad de las personas intervinientes en la estricta vigilancia de los ríos, realmente imprescindible y necesaria para la conservación de la fauna fluvial.

 Tanto los números de la Benemérita como los guarda-ríos (José, Valentín y Sergio) se limitaban a cumplir con su deber y acatar las órdenes recibidas de la superioridad.

 No obstante sí fue dudosa la transparencia en la gestión administrativa, puesto que en el segundo caso descrito se evidenció cierta negligencia no remitiendo al denunciado el consiguientes comunicado respecto al pago de la sanción, causando un perjuicio económico irreparable por su paso al Juzgado Comarcal sin previo aviso.

 Pero lo verdaderamente incomprensible fue el comportamiento injusto de los enviados desde Lena, que no hicieron entrega de justificante sobre el abono de las quinientas pesetas.

 Entre todos ellos y sin menosprecio de nadie he de alabar la actitud siempre dialogante y bondadosa del inolvidable Sergio, quien hacía la vista gorda ante nimiedades sin que por esta razón dejase de cumplir a rajatabla con sus obligaciones.

 Es de suponer y esperar que se lea este insulso relato imprimiendo cierto sentido de humor, escrito el día 20 de junio de 2003, pero referido a años bastante lejanos.

Alfredo del Pozo García

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